-Verás, hay gente que diseña ropa, o planea bodas, o transmite conocimiento... Yo en cambio creo universos-
-¿Que creas universos? ¿Y cómo haces eso?- -Pues primero lo que hago es imaginar una historia que transcurre en un universo. Luego la escribo y la gente la lee. Entonces es cuando mi universo nace, crece y con suerte vive muchos y largos años, según la historia que en él se desarrolla.- -Vaya, nunca pensé que se hicieran universos con historias incluidas.- -Debes tener en cuenta que lo que de verdad importa es la historia que sucede, no el universo en si-
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Esta es la breve historia de James, un joven muchacho de buen ver que tenía un extraño poder: es psiónico.
La gente psiónica no suele durar mucho. Una vez que se dan cuenta de sus poderes tratan de usarlos para mover objetos y esas cosas. Pero sus neuronas no pueden aguantarlo y acaban explotando irremediablemente. Por eso nadie sabe que existen. James sufre de bastantes jaquecas, es algo bastante molesto pero gracias a ellas ha descubierto sus poderes. Un buen día, de camino a la universidad, se cruza en la calle de enfrente con la chica que le gusta. Es sorda de nacimiento la pobre. En ese momento debió ser cuando ella se dio cuenta de lo guapo que era James, porque quiso cruzar para hablar con él. Pero, iba tan concentrada en qué le diría, que no vio el camión que pasaba al mismo tiempo. James pudo ver la escena un instante antes de el trágico desenlace, y casi sin quererlo empujó con toda su fuerza psiónica el camión para apartarlo del camino de la inconsciente muchacha. James no sólo empujó el camión sino que se llevó por delante a la chica, la parada de autobús, la gente de la parada de autobús, las farolas, los perros cagando en el parque, los columpios, los niños columpiándose, el parque entero y medio vecindario. Acto seguido le explotó la cabeza. Erase una vez un monje hermitaño que vivía en un bosque muy frondoso buscando a Dios en la oración y la meditación. Sus ocupaciones se basaban en la oración, la contemplación y buscar alimentos así como encender una hoguera en las noches de frío para calentarse mientras duerme.
Un otoño cualquiera se dió cuenta que había muchas hojas por el suelo. Nunca le habia dado importancia a las hojas marrones, pero ese día pensó que eran cosas que no querían los árboles y por eso le dio por limpiarlas. Se fabricó una escoba y empezó a barrer las hojas y hacer montones con ellas. Como es lógico, a cada día que pasaba habían más y más hojas por el suelo así que el monje pasaba más y más tiempo barriéndolas. Hasta el punto que pronto empezó a dejar de rezar, de meditar e incluso de encender una hoguera para calentarse. El hermitaño pronto empezó a encontrarse mal, pero no dejó de barrer las hojas a las que ya consideraba impuras. Hizo grandes montañas con ellas y su almacenaje aceleraba la descomposición de las mismas haciendo que oliese realmente mal. Una mañana, cuando el monje se encontraba enfermo y marchito, recibió la visita de un zorro rojo. Este le pidió que dejara de amontonar las hojas porque privaría de fertilización a la hierba de la primavera. Y sin hierba no habrían conejos que se alimentasen de ella, y entonces él no tendría nada que comer y también moriría. El monje al escuchar al zorro se dió cuenta de algo muy importante: las hojas caen porque así debe ser. No se puede evitar lo inevitable. Con esto pensó que se había entrometido en la Voluntad universal y por ello había enfermado enormemente. También se percató de que había dejado de buscar a Dios para dar cuenta de sus antojos yermos e inútiles. Así pues, humildemente el monje pidió perdón, deshizo los montones de hojas y volvió a su sencilla vida de oración y contemplación. Como debe ser. Guardián de la sala de estudio. Protector del silencio. Vigilante de los libros. Su palabra es ley y su acción indiscutible.
Más nos vale no tardar en devolver los libros si no queremos ser el blanco de su ira. Esos libros son sagrados y la tarea del bibliotecario es salvaguardarlos como parte de su propia alma. Sólo los presta a viajeros que buscan de la erudicción que en ellos puede encontrar quien sepa descifrarlos. El bibliotecario no da su brazo a torcer y su castigo es inexorable. ¡Ay de aquel torpe que se retrase con su préstamo! |